Las cuatro Hermanas que vivimos en la Plaza Roma 16, 1º H, en Burgos, hemos vivido la Semana Santa en torno a la propuesta para la Iglesia Universal con el Papa Francisco  desde esa vacía Basílica de San Pedro en Roma. Contemplarla nos evocaba el silencio que ha producido esta pandemia, y resonaba todo el silencio y dolor de muchos que han muerto y de sus familias que no les han podido acompañar.

El jueves santo comenzábamos con una comida sororal. El cordero lechal nos hacía recordar esa pascua judía. Decoramos nuestra mesa para disfrutar de la compañía y cómo no, de los alimentos. Dando gracias a Dios por todos estos dones que estaban en nuestra mesa y acordándonos de toda la humanidad.

En la celebración del jueves santo resonaban las palabras de la homilía de Francisco: eucaristía, servicio, misión, en nuestro oratorio decorado con los símbolos de esa noche.
Misterio del Pan y del Vino, de la traición, monedas, del servicio, agua. 

El Señor quiere permanecer con nosotras en la Eucaristía, y nosotras nos convertimos siempre en sagrario del Señor. Gesto de servicio que es condición para entrar en el Reino de los Cielos. Si yo no dejo que el Señor sea mi servidor, que el Señor me lave, que me haga crecer, que me perdone, no entraré en el Reino de los Cielos. Y la misión, la entrega al estilo de Jesús, como Jesús.

El viernes santo estaba ambientado por la desnudez de la cruz. Acompañamos a Jesús en su Via Crucis, con la certeza de que «incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio». El Vía Crucis se convierte en un Vía Lucis.

Escuchamos el testimonio de catorce personas que meditaron sobre la Pasión de  Nuestro Señor Jesucristo, actualizándola en su propia vida. Acompañar a Cristo en el Camino de la Cruz, con la voz ronca de la gente que vive en el mundo de las cárceles, nos dio la oportunidad para asistir al prodigioso duelo entre la vida y la muerte, descubriendo cómo los hilos del bien se entretejen inevitablemente con los hilos del mal. La contemplación del Calvario detrás de las rejas es creer que toda una vida se puede poner en juego en unos breves instantes, como le sucedió al buen ladrón. Bastará llenar esos instantes de verdad: el arrepentimiento por la culpa cometida, la convicción de que la muerte no es para siempre, la certeza de que Cristo es el inocente injustamente escarnecido.

El sábado santo es el día del profundo silencio que se rompe en la noche con la Vigilia Pascual. Las mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana». Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza.

En esta noche, la esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba, la vida. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Y nos da un envío: llevar la esperanza a la vida de cada día, a nuestra Galilea. Él nos precede. Qué hermoso es ser cristianas que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeras de vida en tiempos de muerte.

Pusimos unas velas en nuestras ventanas y nos unimos a otras velas que estaban encendidas en las ventanas de nuestros vecinos. Testimonio pequeño y lleno de significado.

Y el domingo de resurrección nos dejamos contagiar por la esperanza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». La victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios”.

¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!