Pilar Brufal es una mujer que derrocha sencillez, entusiasmo y valentía. Es Hija de Jesús y acaba de terminar su envío en Myanmar para comenzar su nuevo cometido en Tailandia. Poniendo el foco en la llamada en la acción apostólica de la Congregación General XVIII que habla sobre el drama de la movilidad humana y la necesidad de responder al grito de los migrantes y refugiados, la semana pasada Pilar compartió en directo su misión, muy orientada a este fin.

Desde el momento en el que aterrizó en el continente asiático, Pilar se adentró en campos de refugiados. Tras unos días de formación y toma de contacto con la nueva realidad que le envolvía comenzó, junto a otras hermanas, la tarea de visitar, acompañar y escuchar a las personas del campo. De esta manera, fue posible realizar un trabajo de sanación y acompañamiento emocional y pastoral y ofrecer, por otra parte, sesiones educativas para favorecer la integración. “Intentamos empoderar a las personas para que ellos mismos vayan adquiriendo una formación que les permita volver a sus lugares siendo libres”, afirma Pilar.

Pero las Hijas de Jesús no trabajan solas, lo hacen en colaboración con la Compañía de Jesús. Los Jesuitas llegaron a terreno en 1980 gracias al Padre Arrupe, que se desplazó con el objetivo de ayudar a los miles de refugiados que huyeron en botes tras la Guerra de Vietnam. Como consecuencia de su acción surgió JRS, el Servicio Jesuita a Refugiados, ONG en la que, con otras congregaciones religiosas y laicos, trabajan las Hijas de Jesús.

La situación sociopolítica, especialmente en Myanmar, es trágica e inestable. Pese a un intento de democracia, el pasado 1 de febrero el país se vio sacudido por un golpe Estado que agravó los problemas de la nación. La crisis del coronavirus también azotó fuertemente y ha dejado consigo consecuencias devastadoras en múltiples sectores. Los niños, por ejemplo, se han visto obligados, en muchos casos, a abandonar las escuelas para incorporarse al mundo laboral, al ejército e, incluso, a redes de tráfico humano y matrimonios forzosos, convirtiéndose en grandes víctimas.

El confinamiento allí fue completamente diferente. La población birmana pensaba en su propia supervivencia y, aunque se impusieron medidas sanitarias, obedecer les impedía satisfacer sus necesidades básicas. “La gente tenía que salir a vender para poder comer y tener ingresos”, manifiesta Pilar. Ella vivió aquellos meses de encierro “físicamente sola pero acompañada por la comunidad”. Fueron tiempos difíciles, pero estuvo siempre agradeciendo a Dios el poder seguir viviendo al servicio y cuidado de los otros.

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