Hace 104 años, justo hoy, que María Antonia Bandrés pasó al Padre. Muchas felicidades, Antoñita. Estás gozando de la plenitud de Dios, junto con la Madre Cándida y muchas otras hermanas que nos han precedido. Seguro que estáis haciendo fiesta en el cielo. Nos unimos a vosotras, en tu nombre, y lo estamos celebrando aquí.

Queremos acercarnos a ti para redescubrir, desde tu experiencia de fe, algunas claves que fortalezcan nuestro seguimiento a Jesús.

De niña eras un poco caprichosa, pero antes de hacer la Primera Comunión aprendiste a encauzar tus caprichos y mejorar tu carácter. En casa lo notaron y se alegraron. Te veían contenta, dispuesta a compartir tu alegría y buen hacer con tu familia, amigos y conocidos; a animar a las compañeras del colegio de tal manera que decían que se notaba cuando tú estabas, porque se sentían bien contigo.

Te costó mucho dejar a los tuyos para ir al noviciado. Casi no podías arrancar si no fuera por tu padre que te puso en la disyuntiva: “¡O das el paso, o te quedas en casa!”. No dudaste. Tenías clara la llamada a ser toda de Jesús y tu respuesta fue firme. Hiciste tu oblación y, mezclando lágrimas con sonrisas, tomaste el tren. La Madre Cándida te había profetizado tiempo atrás que serías Hija de Jesús. Muchas veces recordaste ese momento, lo acariciaste, lo deseaste… y llegó el día de hacerlo realidad. Sentimientos encontrados. Gozo profundo que no disminuyó lo difícil que fue para ti.

Sabemos que, estando en el postulantado y noviciado, derramaste muchas lágrimas acordándote de tu familia, pero esto no disminuyó en nada tu deseo de consagrarte totalmente a Jesús. Todo lo contrario.

La congregación de las Hijas de Jesús a la que perteneciste y perteneces te ha nombrado patrona de nuestras jóvenes en formación. Te pedimos que las cuides en su buen ser, que estén bien arraigadas en Jesús, que vivan con alegría y empeño su vocación de Hijas de Jesús. Ya sabes que llevamos unos años sin nuevas vocaciones. Nos duele y por eso te pedimos que intercedas al Señor para que nos regale vocaciones, si es para su Gloria. Dile, tú que estás tan cerca, que las Hijas de Jesús crezcan en número y santidad.

También FASFI se une y se cobija bajo tu intercesión, sobre todo en este último tiempo de pandemia y pospandemia, en el que ha aumentado el dolor, la enfermedad, la vulnerabilidad y hay tantas personas necesitadas que atender. En tu corta vida nos diste ejemplo de servicio, compañía y alivio, atendiendo a personas frágiles y necesitadas que vivían en la periferia de Tolosa. Con desvelo y cariño pusiste empeño en ayudar a las obreras del sindicato en una obra evangelizadora y social rara en aquellos tiempos. Tuviste el don de acercarte y ayudar a cualquiera con naturalidad, haciéndoles sentir que eran ellos los que te hacían el favor. Enséñanos a actuar así con los que más nos necesitan.

A los 17 años, entraste en la congregación de las Hijas de Jesús con un programa impregnado de humildad y un total servicio de caridad. En tus apuntes, se encontró escrito de tu puño y letra, con el profundo deseo de conformarte con Cristo bajo la mirada de María, lo siguiente: “Quiero ser muy santa, quiero santificarme en esta congregación para la cual Jesús me ha elegido, comprometiéndome plenamente a la observancia de las Reglas, para adquirir así el espíritu de sacrificio y humildad, porque creo que son las virtudes que Jesús me pide en grado heroico”.

Y poco antes de hacer los primeros votos, añadías: “Vivir crucificada con Jesús, por medio de los santos votos y, por medio de ellos, estar siempre de Dios. Que solamente Jesús y María ocupen mi corazón”.

Con solo 21 años, alcanzaste una plenitud que los años no dan automáticamente. Te habías entrenado. “Es preciso llegar a la cumbre; de hacer, hacerlo entero”, decías y así te esforzabas para seguir superando la rutina, la desgana, el cansancio o lo que fuera, que sin duda tendrías, como nos pasa a todos.

Te hiciste consciente de que “no hay nada pequeño o sin importancia”, y es verdad. Todo depende del amor que pongamos en lo que nos toca vivir, pues el valor de las cosas depende, muchas veces, de nuestro interés por ellas.

Otras veces te decías: “Me esforzaré por hacer las cosas ordinarias, extraordinariamente y diré en cada ocasión: Jesús mío, por tu amor”. Él te hizo sentir que Dios nos quiere santos y que no podemos conformarnos con ir tirando, siendo mediocres, pasando la vida sin más. Ayúdanos a tomarnos en serio la llamada que cada una de nosotras recibe a ser santas e irreprochables ante Él por amor.

Algo que me gusta mucho es que no tuviste ocasión de realizar obras sensacionales. Sin embargo, practicaste las virtudes cristianas en la vulgaridad de lo cotidiano. En este sentido, nos das mucho ejemplo.

No podemos pensar que, como moriste joven y aparentemente no tuviste problemas grandes, no pasaste por situaciones difíciles. Un día, hablando con tu hermana Natalia, se te escapó esta confidencia: “Para mí todo ha sido duro, árido, frío; a mí Jesús no me ha regalado sus caricias, pero ahora estoy llena de paz y de consolación; siento que la Virgen está a mi lado, que Jesús me ama y yo lo amo”. Tuviste la fuerza para entregar tu vida a Dios ofreciéndote a Él para que tu tío Antón se convirtiera.

Especialmente en tu última enfermedad, que sabías era incurable, te ponías en manos de Dios y le decías: “Haz de mí lo que quieras, porque sé que me amas”. Sabemos que tu forma de afrontar la enfermedad conmovió a D. Filiberto Villalobos, el médico que te atendía, y a sus amigos, quienes comentaban admirados de tu fe y conformidad con la que ibas gozosa hacia la muerte. “¡Eso sí que es morir!”, decían entre sí con sana envidia. Está claro que la paz y alegría que experimentabas procedían de tu confianza y abandono en Dios Padre.

GRACIAS, ANTOÑITA, por tu testimonio tan rico, tan lleno de pistas para nosotras, tus hermanas que aún vivimos en la tierra. Échanos una mano para que lleguemos a ser, como tú, VERDADERAS HIJAS DE JESÚS.

Julia Martín FI