Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—, que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los otros.
El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf. Mt7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Rm12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces» La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior.
Amoris laetitia
Estos dos números, al leerlos, me han resultado muy prácticos. Hablan de la violencia interior, y lo primero que me ha venido a la cabeza es esta pregunta: ¿qué hacemos con la agresividad que nos brota? Intuyo que una cosa es lo que en nuestro interior brota, surge, sin casi controlarlo y, otra es qué hago con lo que siento. Quizás nos tendríamos que preguntar si lo consiento, si me dejo llevar de esa agresividad que brota espontáneamente, si a diario lo que hago, lo que digo, mis relaciones, mis decisiones, mis planteamientos, están teñidos de esa agresividad: que no disminuye sino va creciendo más y más como en espiral
Percibo que algo de esto sucede en mi vida en algunos momentos, y quizás también a otras personas les pueda pasar lo mismo En este momento evoco la cita del Evangelio: “poner la otra mejilla”; ¿es posible? Y la respuesta es sí, quizás se hace posible cuando poco a poco, en situaciones pequeñas, la rabia, la agresividad no nos arrastran; tomamos la decisión de no darle cauce, de pararla; en definitiva; nos hacemos cargo de nuestros sentimientos.
Admiro a las personas que no se quedan enrocadas en la ira, y la rabia, que son capaces de reconocerla y no le dan espacio. La rabia, la ira, la agresividad son sentimientos humanos y no es bueno y, quizás me atrevería a decir que no es sano, reprimirlos, porque pueden coger más fuerza en el interior y después salen de la forma más incontrolada.
Concluyo: tengo la convicción de que la violencia interior no es camino de encuentro, ni camino de convivencia, ni genera ningún proceso de perdón o reconciliación….
Me queda, nos queda una buena tarea, para nuestro día a día.