El Viernes Santo nació para conmemorar el día de la muerte de Jesús (el 14 del mes de Nisan, un viernes). Antiguamente era un día de luto en el que se participaba mediante el ayuno, que luego se extendió a todos los viernes del año. Este día recordamos la Pasión del Señor y adoramos su Cruz. La Iglesia, meditando sobre la Pasión de su Señor y adorando la Cruz, conmemora su propio nacimiento y su misión de extender a toda la humanidad. Siguiendo una antiquísima tradición, no se celebra la Eucaristía. Cristo crucificado es el centro de la liturgia de hoy.
El Gólgota es la historia de la fidelidad del Amor rechazado. Jesús sintió que Dios le pedía llevar el Evangelio al Gólgota –que lo llevará a Él, a su Dios-Padre-. Allí, en la cruz, debía entenderse que Dios no pondrá a disposición de Jesús su “guardia”, aquellas “más de doce legiones de ángeles” que imaginaba Mateo. En la cruz, Dios es Dios más que nunca: no es sueño humano, no es proyección de intenciones ambivalentes. Dios no está en el palacio de Herodes, ni en el de Pilato, ni siquiera en el Templo. Está en otro sitio, de otro modo. A partir de entonces, si se quiere encontrar la Vida, hay que ir al Gólgota. Pero ¿por qué? El Viernes Santo responde a esa pregunta plantando la cruz de Cristo junto a otras cruces: las del Gólgota y las que después se irán levantando en la historia. Nunca los seres humanos nos hemos reflejado tanto en nuestra potencialidad de muerte como en la Pasión. En el Gólgota llegamos al extremo del desamor, el opuesto al del Jueves Santo. Justamente ahí, en ese límite, donde ya no hay nada sino fractura total de esperanza, está el Hijo de Dios. Y esa presencia es la única que nos puede salvar a nosotros mismos. Jose Francisco Ruiz, sj.