Me piden que haga una reflexión sobre cómo estoy viviendo este acontecimiento del coronavirus. Como voluntaria, como responsable del Programa Diocesano del voluntariado y como persona de riesgo debido a mi edad. Y, la verdad, me ha costado empezar. Porque sí, me identifico con los tres roles, pero lo que realmente me identifica en este momento con el resto de los seres humanos es mi condición de persona vulnerable, expuesta en cualquier momento a ser contagiada y a contagiar, ¿cómo vivo esta realidad y qué quiero transmitir a todo el voluntariado?
Como persona que deseo vivir el seguimiento de Jesús en el servicio a los demás, y desde la Espiritualidad Ignaciana como carisma, lo primero que se me vino a la mente mi primer día de encierro fue la orientación de San Ignacio al terminar las contemplaciones de Ejercicios: “Reflectir para sacar provecho”. Confieso que en mis primeros pasos en la vida espiritual, me costaba entender eso de reflectir. Un buen amigo Jesuita me lo explicó así. “Reflectir, no es reflexionar, ni pensar, es dejar que se refleje en ti lo que tienes delante, eso te sensibilizará y podrás sacar provecho”. Y eso es lo que estoy haciendo.
Contemplo la realidad y guardo silencio. Y la realidad se refleja en mí y me devuelve la inquietud, la incertidumbre, el miedo, el dolor, el sufrimiento, la soledad, y la muerte de los que han sido golpeados por la enfermedad. Pero también, la generosidad de las personas voluntarias que quieren seguir atendiendo a los que peor lo están pasando y hay que decirles que no, que hay que quedarse en casa; y la solidaridad de muchas de ellas que con creatividad, dedican su tiempo haciendo mascarillas caseras; la calidad humana de las personas que siguen atendiendo directamente a los participantes de nuestros programas de Cáritas y una larga lista de acciones solidarias llevadas a cabo por personas estupendas, que todos conocemos.
Cada mañana me levanto pensando “estoy bien, estoy viva” y si una mañana me levanto y la realidad temida se impone, pensaré que mi vida no vale más que la de los demás seres humanos. Y me digo a mi misma que en todo esto hay una llamada a tomar conciencia de que todos somos iguales, que la vida es un don común y que somos responsables no sólo de nuestra vida, también de la de los demás.
Cuando me dijeron que pertenecía al colectivo de riesgo tuve que hacer un esfuerzo y hacer recuento de mis años y me tropecé con otra realidad, ésta más personal ¡soy muy mayor! Y el confinamiento me ha hecho reflexionar que mi ritmo de vida no se corresponde con lo “normalmente adecuado”. Pues doy gracias por la ilusión, por la salud, por la fuerza con que vivo la vida, por mi comunidad con la que comparto la fe, por la red de profesionales, voluntarios y voluntarias en las que puedo apoyarme y a la vez puedo acompañar y por la seguridad de que el Dios de la historia está presente dando sentido a la realidad que vivimos.