La esbelta catedral de Burgos que hoy admiramos no fue la primera que se levantó en el lugar que ocupa este precioso edificio. Antes, hubo una catedral románica que se edificó entre 1080 y 1095. Fue testigo de una gran boda real, la del rey de Castilla, Fernando III con Beatriz de Suabia. La ciudad, regia y moderna, pronto sintió la necesidad de una nueva catedral que respondiera al rango que detentaba, capital del Reino castellano-leonés. Por ello, el rey Fernando y el obispo D. Mauricio decidieron, de mutuo acuerdo, levantar una catedral según el nuevo estilo, el gótico, que se extendía ya por Europa. El día 20 de Julio de 1221 se colocó la primera piedra, lo que supone el comienzo de la catedral. El obispo había estudiado en París y conocía las grandes catedrales francesas, alguna de ellas ya concluidas. Se inicia la primera construcción con arquitectos y maestros franceses, traídos a Burgos por el obispo D. Mauricio que siguen el modelo de Notre Damme, en París, en Reims, en Amiens. Logra, de este modo que Castilla y León tenga la primera catedral gótica de la Península, la que serviría de modelo a las siguientes construcciones del Reino castellano-leonés.
Aunque este templo tan bello se realizó en un tiempo récord, 39 años, la catedral no se dará por concluida, tras la sucesivas ampliaciones y nuevas edificaciones, hasta el año 1765.
En 1865, cuando Juana Josefa Cipitria y Barriola llega a Burgos, la espera erguida esta maravillosa catedral, testigo silenciosa del devenir del tiempo, espacio sagrado de encuentro con Dios, templo de silencio y de invitación a expresar la fe sencilla de tantos burgaleses.
“Descubrí en Burgos un paisaje de piedra diferente al de mi tierra natal, paisaje verde animado por el murmullo del agua de los ríos. Al aproximarme a Burgos, divisé a lo lejos un edificio grande, espléndido, de piedras grises y verdosas que me llamaron la atención. Nunca había visto ninguno como este. Recordé los templos significativos para mí, San Martín de Tours en Andoain, Santa María en Tolosa. Ni uno ni otro eran tan bellos como este. Aunque frecuentaba la parroquia de San Lesmes, dedicada al patrón de la ciudad, con la familia Sabater a la que servía, muchas veces fui a la catedral sola o acompañada.
En ella me sumergía en esa corriente de espiritualidad de tantos siglos y de tantas generaciones para las que fue el cauce del encuentro con Dios. Me unía a esa cadena de testigos que expresaban su fe en este majestuoso espacio que te lleva a Dios. Me quedaba admirada de su riqueza, digna de Dios nuestro Señor, fruto de la ilusión y generosidad de los burgaleses. Transitar por este espacio, la nave central, la nave de crucero, la girola, las capillas absidales, la capilla de los Condestables, observar las agujas y el cimborrio… te elevaba el alma, te sumergía en una atmósfera de silencio, de espiritualidad, de paz. ¡Cuántos arquitectos, escultores, orfebres, vidrieros y bordadores trabajaron en ella…! ¡Belleza que emocionaba mi corazón! En mis visitas a la catedral, no me cansaba de mirar y contemplar al Cristo de Burgos que con tanta devoción visitaban tantas personas. Me unía a ellas en ese hondo silencio, en ese clima de oración y adoración. Ante él, recordaba aquel enérgico “Yo solo para Dios que le dije a mi padre”. Era el secreto que guardaba en mi corazón y que sentía iba cobrando fuerza e iba adueñándose de todo mi ser. Pasé horas y horas en oración pidiéndole a ese Cristo que descubriera cuál era su voluntad para mí.
Ese deseo que albergaba mi corazón no tenía aún forma, iba creciendo, se iba apoderando de mi voluntad, de mis pensamientos y de mi sensibilidad. Me movilizaba, me inspiraba a comprometerme con los otros, a querer mirar el mundo con los ojos de este Dios al que iba sintiendo como un Padre que me amaba entrañablemente.
Otras veces, iba a la catedral con los niños, especialmente con Pedro y Gonzalo, a ver el Papamoscas. Este personaje es un autómata que está situado al comienzo de la nave central. Es una figura humana de medio cuerpo que surge de la esfera de un reloj. Su rostro es grotesco y va vestido con una casaca roja. En su mano tiene una partitura y con ella empuña la cadena del badajo de una campana. Cada hora en punto, hace sonar esa campana tantas veces como horas marque y, de manera simultánea, abre y cierra la boca. Era un momento divertido y mágico. Los niños se quedaban embelesados contemplando al Papamoscas y escuchando las campanadas. Estas visitas con los niños me hacían trasladarme a mi querido Andoain y recordaba las veces que mi abuelo me llevaba a la Iglesia. Con el recorría los altares y me explicaba quiénes eran los santos que estaban en ellos. Un recuerdo entrañable de mi infancia.
El cielo azul burgalés enmarcaba esta majestuosa catedral y realzaba su silueta. Me evocaba una joya labrada, filigrana que se sostiene en el aire siglo tras siglo. A cada peregrino, a cada visitante, a cada cristiano, a cada persona de buena voluntad le invita a afinar su percepción y disfrutar de una belleza estética que posibilita poner en juego nuestros sentidos y conectar con una misma y abrirse al Misterio que nos habita. Esta catedral fue cómplice de mis búsquedas y soledades, de mis preguntas y deseos, de mi crecimiento y de mi miedo. En esta catedral habitaba el mismo Dios que se hacía, cada vez, más dueño de mi corazón.”
Desde el 13 de octubre de 1984, es la única catedral de España que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad no unida al centro histórico de la ciudad.
Al conmemorar los 800 años, agradecemos a Dios la belleza admirable que inspiró a tantos artistas que han trabajado en ella y han contribuido a hacer crecer la fe en Burgos, ciudad que se enorgullece de su catedral.
¡Feliz conmemoración de historia, de arte y de fe!
Mª Rosa Espinosa, FI