El evangelio del primer domingo (Mc. 1,12-15) de Cuaresma nos ha presenta una invitación “Conviértete y cree en el Evangelio”. Estas palabras tienen un sentido más profundo de lo que a simple vista vemos. Si nos fijamos en la etimología, el verbo griego que se traduce por “convertirse” significa “revisar el enfoque de nuestra vida”.  Si esto es así, lo primero que hay que revisar es aquello que bloquea nuestra vida. Convertirnos es eliminar miedos, egoísmo, esclavitudes, porque la conversión que no produce paz y alegría no es auténtica.

Además, a través de una imagen, la del desierto expresa que, aunque es un tiempo y lugar de apartamiento, no está vacío, está lleno de presencias. Vivir el desierto entre alimañas y ángeles, es prepararse para afrontar con entereza las tensiones que puedan surgir en la vida, en lo que nos acontece día a día.

En medio de la experiencia de desierto y conversión, aparece el Espíritu que impulsa, y la situación de Juan Bautista que provoca coraje. El evangelista nos dice que Jesús va al desierto bajo el impulso del Espíritu Santo y que movido por el arresto del Bautista se dirige a Galilea para anunciar la conversión. Y es que Jesús, ni se resiste al Espíritu, ni se paraliza ante la dificultad o el reto. Al contrario, se expone a Dios y se expone a la vida.

Este Evangelio nos está invitando a vivir el desierto y la conversión. Propone que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo al desierto de Dios, que nos demos un tiempo para que podamos encontrarnos cara a cara y sin miedo con lo que llevamos dentro de nosotras mismos. Y propone también, que estemos atentos a lo que sucede a nuestro alrededor, para que las realidades de hoy provoquen a nuestro coraje y respondamos a los retos con valentía.